sábado, 22 de agosto de 2009

RADIOGRAFIA DE UNA PELICULA: ENEMIGO PUBLICO





A los limeños nos gustan las películas de gangsters, bandidos, asaltantes de bancos y de criminales y ahora que se exhibe la película "Enemigo Público Número Uno", nos trae el recuerdo de la serie "Los Intocables", con los disparos de metralletas, carros que se cruzan a punta de disparos y muertes por doquier en cada esquina, saliendo de un restaurant, en barberías, en fin toda una gama de hechos violentos y sangrientos.



Ni que decir "El Padrino", con las brillantes actuaciones de Marlon Brandon y Al Pacino y otras celebridades. Solo debemos recordar que esta peli es una de las vistas del siglo XX y que hoy la televisión del cable la repite a cada a rato y aún se mantiene fresca esa atracción por la vida de los delicuentes norteamericanos.


El escritor argentino, Tomás Eloy Martínez, hace un descarnado análisis de la pelí en mención:





Una nueva versión fílmica de la vida y la muerte del enemigo público número uno

Dillinger, símbolo de dos épocas

Tomás Eloy Martínez


ENEMIGOS PUBLICOS


La película de Michael Mann sobre John Herbert Dillinger, el célebre asaltante de bancos nacido el 22 de junio de 1903 en Indianapolis- recibió una enorme publicidad desde varios meses antes de su estreno en Los Angeles, a fines de junio.


Muchos críticos la imaginaban, antes de verla, como el punto de partida de otra sucesión de obras maestras del cine negro semejante a la que, llevada de la mano por actores duros y recios como James Cagney, Edward G. Robinson y Humphrey Bogart, dio al cine de Hollywwod un lenguaje inimitable y creó personajes a la vez siniestros y conmovedores.



Una de esas joyas precursoras, El enemigo público , fue dirigida en 1931 por William Wellman y suele ser citada por Martin Scorsese como ejemplo de gran cine.


Esta obra de 2009 no es ejemplar ni, menos aún, el Poema del Crimen Americano que propone el semanario The New Yorker .


Tiene una epopeya trágica para contar y la cuenta con innecesaria complejidad, con demasiados relámpagos de ametralladoras Thompson y un lenguaje espasmódico, acelerado por el frenético montaje.


Casi todas las escenas están tomadas desde abajo, en contrapicado, y son raros los planos generales. Los que hay son cenitales, no para crear una atmósfera, sino para exhibir el lujo escenográfico de los bancos del Medio Oeste.


Los espectadores que conocen el cine inteligente de Mann tienen derecho a pensar que ese exhibicionismo no puede ser gratuito, sino que quizás encubre alusiones al pasado reciente.


En 2009, como en 1933 -el año en que comienza la historia narrada por la película-, la codicia de los financistas de Wall Street ha hecho estragos en la economía mundial y ha llevado a los Estados Unidos a una depresión difícil de remontar.



Los gangsters prosperaron desde mediados de los años 20 al amparo de la prohibición alcohólica, de la especulación en la Bolsa y de la corrupción oficial consentida por las administraciones sucesivas de Warren G. Harding y Calvin Coolidge.


En los 30, el mediocre Herbert Hoover trató de conjurar la ira popular contra los banqueros, mientras el providencial Franklin D. Roosevelt iba rescatando muy lentamente de las calles a las miles de familias miserables y sin trabajo dejadas por los especuladores, los comerciantes quebrados y los contrabandistas.


Sin ese caldo de cultivo, Dillinger no habría sido posible.


Su actividad criminal fue breve, de apenas catorce meses, y tuvo su origen en un robo de cincuenta dólares a un almacenero de barrio.


Condenado a excesivos nueve años de reclusión, pasó casi todos ellos en la cárcel estatal de Indiana, donde aprendió los puntos débiles que tenían los sistemas de seguridad de los grandes bancos y creó lazos de confianza con los hombres que se unirían a su pandilla.


Algunos alcanzaron celebridad por cuenta propia: "Baby Face" Nelson, Walter Dietrich y John "Red" Hamilton.

No bien fue liberado bajo palabra en mayo de 1933, Dillinger emprendió una entusiasta carrera de asaltante.


Entraba sin violencia a los bancos de las fértiles praderas donde los granjeros depositaban sus ganancias y se retiraba sin dejar heridos.


La gente aplaudía esas hazañas, deslumbrada por la creencia -falsa- de que Dillinger repartía entre los pobres sus crecientes riquezas.


Vivía a cara descubierta en Chicago y en los pueblos vecinos de Illinois e Indiana.


Tenía el aspecto de un caballero a la vez elegante y salvaje cuando conoció a la que sería el amor de su vida, Evelyn Frechette, una belleza morena con ascendientes indios y franceses que sólo aspiraba a una felicidad apacible en los paraísos con los que soñaban los americanos silvestres de esos años: Cuba, Miami, Río.


Las ilusiones de un futuro próspero y la insistencia voraz de sus cómplices lanzaron a Dillinger a un frenesí de asaltos, que culminó con el robo del arsenal de la policía en Auburn, Indiana.


Como era inevitable, un oficial fue asesinado en una de las fugas, y el propio Dillinger, atrapado, fue a dar a la prisión de Crown Point, Indiana.


Con un trozo de madera o una barra de jabón -jamás se supo- talló una pistola con la que amenazó a los guardias y salió por la puerta principal.


La hazaña, que lo convirtió en un mito nacional, está contada en Enemigos públicos con tantos arabescos culteranos que al espectador le cuesta entender lo que está pasando.


Demasiado tarde, el presidente Hoover creó un Buró de Identificación Criminal, a cuyo frente puso a su hermano, J. Edgar, quien compone en la película un personaje tan antipático y autoritario como el de la vida real.


El Buró se amplió hasta convertirse en el poderoso FBI de ahora. Tuvo centrales de escuchas telefónicas ilegales y registros nacionales de huellas dactilares, más todas las armas y los automóviles veloces que la justicia federal requería.


Hoover puso al frente de la oficina de Chicago a Melvin Purvis (el glacial Christian Bale), un oficial obsesivo y megalómano que convirtió en prioridad nacional la caza de Dillinger "vivo o muerto".


Las primeras páginas de los diarios sensacionalistas exhibían en cada edición su foto de frente y de perfil; en los cines se proyectaban retratos de la banda, instando a los espectadores a mirar a izquierda y derecha para identificarlos y denunciarlos de inmediato.



La propaganda de Hoover confirió a Dillinger el rango de enemigo público número uno antes aún de su hazaña mayor: el robo de una pequeña fortuna en el First National Bank del Este de Chicago.


En los días que siguieron, uno de los secuaces de Dillinger fue atrapado por Purvis y torturado con una crueldad de la que no se ahorran detalles en la película.


Poco después, la que caía era Evelyn Frechette, a la que también interrogaron con saña.


Dillinger no la volvió a ver.


Se abrieron entonces meses vacíos, de los que poco se sabe.



En las afueras de Chicago, con los reflejos dormidos, trabó amistad y amores con un dúo de mujeres dudosas.



Una de ellas, Anna Sage, era una inmigrante ilegal rumana a la que Purvis había amenazado con la deportación inmediata si no entregaba a Dillinger, cuyas facciones -suponía- estaban desfiguradas por varias cirugías, lo que no era cierto.


En el prontuario oficial del FBI, el enemigo público número uno es presentado como "el último representante de una estirpe de gangsters que tomaban lo que querían a punta de pistola y despertaban la emoción de las masas a un grado raramente visto en este país."


De esa emoción masiva casi no hay señales en la película. El contexto de la época -tan rico en signos sociales- es disuelto por la frialdad de la narración.



La gran fábula ética que permite establecer un paralelo entre el 1933 de Dillinger y el reciente derrumbe de los escrúpulos en la banca y en la administración pública se queda en los márgenes de la historia, como una simple nota al pie.


A Michael Mann lo pierde la búsqueda de su lucimiento visual. Se detiene en las curvas de los flamantes Ford V8, en la la ropa bien cortada y el pelo engominado tanto de los gangsters como de los policías.


La América desentendida de sus desgracias se desvanece en la bruma de los flashes de magnesio y las bengalas con que se filmaban las batallas callejeras y las muertes.


Sólo en una escena, al comienzo de la película, consigue recrear la atmósfera de la Depresión en la imagen fugaz de una mujer que sale con su hijito de una casa en ruinas y le ruega a Dillinger que la lleve consigo.


Sabe que al marcharse se condena a la perdición y a la zozobra, pero cualquier vida le parece mejor que el páramo sin esperanza en el que está sumida.


Pocas veces la cámara de Michael Mann se queda quieta.


Cuando podría observar con paciencia a Dillinger avanzando entre las mesas de un salón nocturno o moviéndose, intrépido, por los pasillos de la Central de Policía de Chicago sin que nadie le preste atención, prefiere hacerlo con una trémula cámara en mano en vez del modesto y más eficaz traveling .


En esa narración nerviosa y poco servicial, el espectador pierde de vista a los personajes secundarios y se desorienta cuando Dillinger actúa junto a la marea de cómplices.


Hacia el final se vuelven más claras las semejanzas entre las perversidades de la Depresión y los colapsos éticos de este tercer milenio, los abusos precursores de J. Edgar Hoover y los horrores de Abu Ghraib y Guantánamo.


Pero entonces ya la distancia y la falta de emoción con que Mann ha dibujado sus personajes destroza el paralelo entre las épocas y transforma la película en un mero despliegue narcisista de efectos visuales.



Pocas veces el cine tiene ocasión de encontrarse con un personaje tan rico como Dillinger, convertido en ícono popular por la elegancia de sus fugas y por su salvaje atractivo sensual.


Johnny Depp lo transmite con demasiada sofisticación, sin el misterio de personajes como el que compuso en Sweeney Todd .


Uno de los detalles biográficos que refuerzan el valor simbólico de Dillinger es su muerte, a la salida del cine Biograph de Chicago, al que acude con Anna Sage -su Judas de falda roja- para ver Manhattan Melodrama , otra joya del cine negro, con Clark Gable, Dick Powell y Myrna Loy.


Mediante un sabio y melancólico montaje, Michael Mann convierte el destino fatal de Dillinger y el resignado mutis de Gable hacia la silla eléctrica en la metáfora de toda una época que se despide, mientras sobre la imagen de los créditos se oye la voz aterciopelada de Billie Holiday cantando Bye bye, dark birdie .


Es el mejor momento de Enemigos públicos y el único en el que se derrite el hielo de su lenguaje.

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