Todos los días mueren militares y civiles en esta contienda empantanada siete años después de la caída de los talibán.
Inclinado sobre el capó del vehículo blindado, el cabo Wadock, del Séptimo Regimiento de Transportes de su Majestad, señala con su índice en un plano de Kabul el camino que vamos a seguir desde el aeropuerto hasta el Cuartel General.
Un general Afgano opina: “nuestros vecinos, Pakistán e Irán, son como una serpiente venenosa en nuestra manga”
Para el segundo jefe de la coalición: “la heroína está financiando a los talibán”
Los más pesimistas recuerdan el sobrenombre que recibe este país desde el siglo XIX: “Tumba de los imperios”
Un suboficial español reconoce: “Ésta es la guerra de ahora, la que antes no se estudiaba, la que mata en Afganistán”
La mayoría de los soldados occidentales nunca mantendrán una conversación con un afgano. Pasarán meses enclaustrados a diario muere un soldado occidental. Y cuatro policías afganos y ocho civiles a manos de la insurgencia y los bombardeos
Una guerra que el presidente no puede perder.
Desde el asiento trasero del blindado, el camino hasta Kabul discurre como una película de cine mudo. Viajamos en una cápsula insonorizada.
"Soy un objetivo claro por el hecho de llevar este uniforme; soy un símbolo a batir y no puedo salir del perímetro de la base sin una misión y sin medidas de seguridad; siempre debo ir armado; no estamos aquí para hacer turismo; no estamos repartiendo peladillas; ahí fuera muere gente; caen compañeros; ahí fuera hace mucho calor; lo asumo. Intento estar ocupado; hacer mi trabajo y no pensar en nada más; que pase el tiempo y volver a casa", nos comentará un sargento español.
Cuando por fin nos sumergimos sin escoltas en una ciudad afgana (una vez que hemos eximido a ISAF de cualquier responsabilidad sobre lo que nos pueda ocurrir), la obsesión de los militares por la seguridad pesa más en nuestro subconsciente que la amenaza real.
El subdesarrollo es profundo en este país de 35 millones de habitantes. Apenas hay carreteras asfaltadas, agua corriente, electricidad, saneamiento. Las casas son de adobe. Dromedarios tiñosos, cabras y ovejas pastan en el arcén. Borricos arrastran pequeños carros. El tráfico es anárquico.
Eterno cruce de caminos, en este territorio también se dan cita los traficantes de heroína y los intereses petrolíferos y gasísticos de las vecinas y dictatoriales repúblicas ex soviéticas.
El teniente general británico J. B. Dutton es el segundo comandante en jefe de la coalición. Un veterano de Irak. Forma parte de esa nueva generación de oficiales educados entre las intervenciones militares en medio mundo y los laboratorios de ideas. Idéntico perfil al de su jefe, el general norteamericano Stanley A. McChrystal, de 54 años, un especialista del lado oscuro de la guerra cuyos comandos capturaron a Saddam Hussein en 2003, recién elegido por Obama para que deshaga el embrollo afgano.
-Hemos perdido la batalla de la información. La gente no sabe qué estamos haciendo aquí. Nuestros éxitos se deben medir en carreteras, hospitales y escuelas. La vida de los afganos es mejor que cuando estaban los talibán. Ni un 10% quieren que vuelvan los talibán. Quieren libertad.
-La droga financia la insurgencia. Nuestra inteligencia ha encontrado conexiones entre ambas. Vamos a ir a por los cultivadores porque están conectados con los talibán. Hemos tenido éxitos, pero todavía hay una enorme cantidad de droga en algunas provincias. Sobre todo en Helmand, en el sur. Es su primera fuente de empleo, y en torno a esa población los talibán están construyendo una base social. Pero el problema no es militar, sino del Gobierno afgano.
-¿Cuándo dirán misión cumplida?
-Cuando el nuevo ejército afgano tome el control y garantice la seguridad. Cuando hablemos de un país seguro donde se puedan celebrar elecciones sin miedo.
-Se habla de descoordinación entre las fuerzas de la coalición...
-No hay ningún problema de coordinación. Llevamos 60 años trabajando juntos en la OTAN. Nuestro idioma es el inglés y hay un procedimiento común para cada situación. También es cierto que Estados Unidos y Reino Unido y algunos aliados como los canadienses (que han tenido proporcionalmente el mayor número de bajas) están haciendo el trabajo más duro. Y ésa es también una parte de la realidad.
Nuestra entrevista transcurre en la terraza de The Garden, el club de oficiales del cuartel general de ISAF, en Kabul. Un fresco oasis de aspecto colonial escondido en esta enorme e inhóspita base militar donde viven y trabajan en barracones 2.000 militares de 42 países.
Después de pasar unas horas en este campamento, a uno se le ocurre definirlo con tres palabras que empiezan por b: búnker, burbuja y babel.
En un lugar preferente del The Garden varios oficiales americanos fuman displicentes grandes habanos; frente a ellos, un grupo de canadienses preparan una barbacoa. En otro lugar del jardín algunos españoles atacan unas cervecitas.
El general Dutton asegura que la coordinación entre los 42 ejércitos es perfecta. La realidad no confirma su afirmación. En esta base militar (o, lo que es lo mismo, en todas las bases que hemos visitado) cada colectivo tiene sus horarios, fiestas y costumbres y apenas se mezcla con el resto.
En Camp Arena, a 600 kilómetros de Kabul, o en Camp Stone, que comparten españoles e italianos, cada contingente come y bebe por su cuenta. Al igual que en Camp Marmal, en Mazar-e-Sharif, donde alemanes y suecos y polacos ni se saludan. En todos hay pocas palabras y aún menos sonrisas. Cada uno a lo suyo.
Quizá sea una metáfora de la misión de ISAF en Afganistán. Cada país lucha por un pedazo del pastel de influencia internacional. Tiene su estrategia e intereses; socios e influencias; contactos y células de inteligencia.
Sus propias reglas de enfrentamiento con el enemigo. Incluso una definición política de su misión que no siempre coincide con la de sus aliados. Un coronel europeo destinado en el cuartel general es rotundo al respecto: "Esto es un laberinto, y los únicos que parecen tenerlo claro son los americanos y los ingleses. Los americanos están comprometidos a muerte y van a meter 30.000 hombres más. Son como los ingleses. Están en los sitios más peligrosos. En el Sur y en el Este.
Donde el resto de países no quieren ir. A los ingleses les decimos: "Cuidado con entrar en ese pueblo porque hay insurgentes; y se meten a saco. Y pierden un pelotón. Saben que esto es una guerra. Los españoles o los alemanes, todo lo contrario; sus Gobiernos les dicen que no se metan en líos. No patrullan de noche, no participan en operaciones antidroga ni contra la insurgencia y sólo pueden usar sus armas para rechazar un ataque. Dicen que están aquí para reconstruir. Y hacen un puente y al día siguiente se lo vuelan. Es otra forma de ver el conflicto".
Un oficial español de similar graduación defiende la posición de nuestro Ejército: "Efectivamente, esto es una guerra. Hay una coalición y nosotros hemos asumido el papel de ir de perfil; dedicarnos a la reconstrucción; no combatimos, estamos en lo logístico".
En Afganistán conviven dos dispositivos militares muy diferentes. El primero es la Operación Libertad Duradera, organizada por Estados Unidos para invadir Afganistán tras el ataque contra las Torres Gemelas.
Cuenta con unos 30.000 soldados americanos y tiene como objetivo acabar con el terrorismo. Lo explica uno de sus mandos, el coronel Greg Julian: "Nuestro trabajo es capturar y matar a los talibán; localizar sus redes e instalaciones y destruirlas. No trabajamos en una región precisa.
Estamos donde se nos necesita. Nuestras operaciones se basan en localizar, entrar, actuar y salir. Queremos hacer de Afganistán un país estable y libre de los terroristas que nos atacaron el 11-S. Nos jugamos la seguridad de nuestros hijos".
En tres meses, Libertad Duradera echó a los talibán del poder. Sin gran esfuerzo. En 2002, en plena guerra, la coalición sólo tuvo 69 bajas. Afganistán era, en teoría, un caso cerrado. A mediados de 2002 el presidente George W. Bush posó su mirada en Irak.
Lo invadió a comienzos de 2003 y retiró gran parte de sus tropas en Afganistán. Y todo el impulso político y económico para el cambio en este país.
Bush se equivocó. Cantó victoria demasiado pronto. Para sus estrategas neocons había llegado el momento de pasar al segundo paso de la campaña de Afganistán: la reconstrucción. La llevarían a cabo sus socios de la OTAN.
Al otro lado del espejo de la Operación Libertad Duradera está ISAF, el dispositivo militar occidental en suelo afgano, bajo mando de la OTAN y de las resoluciones del Consejo de Seguridad de la ONU.
Cuenta con 62.000 soldados de 42 países (la mitad americanos) repartidos en comandos regionales con la misión de "ayudar al Gobierno afgano a establecer un ambiente seguro en el país y conducir operaciones de estabilización junto al Ejército afgano, en cuyo desarrollo, entrenamiento y equipamiento estamos implicados".
El capitán de navío inglés Mark Durkin simplifica esa jerga estratégica: "ISAF no es una operación contraterrorista, sino para dar seguridad al país. Tratamos de crear un espacio de seguridad y desarrollo. Y si en el transcurso de nuestras misiones nos llevamos por delante a unos pocos terroristas, mejor que mejor".
El modelo de desarrollo que Occidente quería aplicar en Afganistán era el Plan Marshall, que había reinventado Alemania tras la II Guerra Mundial reconstruyendo su ejército e infraestructuras, reanimando la economía y creando una nueva estructura política. La diferencia es que en 1945 la guerra había terminado en Alemania. Y en Afganistán no. Pacificar es más complicado que invadir.
En los tres últimos años ha dado la vuelta la tortilla. Hay una ofensiva talibán en todos los frentes. Este año han muerto 160 soldados. Y así es imposible la estabilización. Muchos oficiales occidentales dudan de cuál es hoy su misión en Afganistán: luchar o reconstruir. Y todo bajo el escrutinio de la opinión pública, que no está dispuesta a ver cómo sus soldados regresan en ataúdes y cómo cientos de civiles afganos mueren a causa de los bombardeos contra la insurgencia. Un callejón sin salida.
"Y sin paz es imposible el desarrollo de este país", reflexiona el comandante Amoriello, de la Brigada italiana Folgore destacada en Herat. "Estamos atados de pies y manos. Para nosotros, un muerto es un problema, y para los talibán, propaganda. Y si son 1.000, mejor para ellos. Porque saben que causan un enorme descontento entre su población. Y entre la nuestra. El 90% de los muertos son civiles y tenemos que reducir a cero el número de bajas porque tiran por tierra nuestro trabajo de pacificación".
¿Es o no es una guerra? Si no lo es, lo parece. A las cuatro de la madrugada, un contingente del Ejército español sale de la base Camp Arena, a las afueras de Herat, para escoltar un convoy hasta Qala-e-Naw, un villorrio a poco más de un centenar de kilómetros donde España realiza misiones de reconstrucción.
No hay carretera. Este recorrido supondrá 14 horas de calvario por caminos imposibles. En tierra de nadie. Y bajo la amenaza de un atentado. Sólo se para a repostar. Setenta soldados viajan a bordo de un BMR (blindado medio sobre ruedas). Uno de los vehículos es una ambulancia.
Otro incorpora una unidad de ingenieros para desactivar trampas explosivas. La patrulla está comandada por el capitán Pérez Ortiz, un treintañero de espesa barba tribal. Cada infante va equipado con chaleco, casco y fusil de asalto HK G36E. Dentro del vehículo, ametralladoras y lanzagranadas listas para ser empleadas.
"Hay diversos procedimientos, según el ataque que recibamos. Si es un explosivo, un suicida o una emboscada. Según la situación, saldríamos por patas disparando o desembarcaríamos y nos haríamos fuertes". "Ésta es la guerra de ahora, la que no se estudiaba en las academias. La que mata en Afganistán", explica un suboficial.
En un BMR como estos y en una misión idéntica perdió la vida no lejos de aquí la soldado Idoia Rodríguez en 2007, víctima de una mina anticarro; y unos meses más tarde, el brigada Juan Andrés Suárez y el cabo Rubén Alonso, al empotrar un suicida su coche bomba contra el convoy en el que viajaban. "No lo piensas, pero tampoco te lo quitas de la cabeza", explica uno de estos soldados.
Tras horas de camino su aspecto es terrible: los uniformes sucios, los ojos febriles, el polvo cubriéndoles el rostro. Peor que el cansancio es el estrés. La presencia invisible del enemigo. El último tramo del recorrido, atravesando núcleos urbanos, les destroza los nervios. "En esta zona es más fácil que los insurgentes nos ataquen y huyan. Y con las elecciones encima esto se va a poner muy feo". Una hora después, cuando alcanzan Camp Arena, alguno apenas se sostiene en pie. Pero están vivos.
Dentro de cinco semanas, el próximo 20 de agosto, tiene que cuadrar todo el trabajo que 1.300 soldados españoles y miles más de todo el mundo llevan a cabo en Afganistán. Si las elecciones tienen una alta participación, se desarrollan pacíficamente y son limpias, habrá una esperanza.
Daoud Ali Najafi, máxima autoridad electoral del país, es optimista. "Se han registrado 4,5 millones de nuevos votantes, frente a los comicios de hace 5 años. El país quiere votar. Quiere cambios. El 44% del total de inscritos son mujeres. Y el 25% de los escaños están reservados para ellas. ¿No le parece una buena noticia?".
Lo es. Una gran noticia. La estrategia de represión que siguieron los talibán contra las mujeres durante los cinco años que detentaron el poder recuerda a la de los nazis con los judíos. La filosofía del régimen era que ser mujer es algo sucio, vergonzoso, inhumano. Bajo ese argumento les arrebataron sus derechos civiles; les privaron del acceso a la sanidad, la educación y el mercado laboral; las segregaron en transportes y oficinas; las obligaron a vestir el burka y recluyeron en sus domicilios; después comenzaron los castigos físicos y, por fin, las ejecuciones públicas.
Por eso, hoy, a las cinco de la tarde, es emocionante plantarse a la salida de un colegio de niñas y permanecer un rato. Dos millones han vuelto a las aulas. Estas alumnas visten túnicas negras y velos pálidos sobre el pelo. Pero montan el mismo escándalo que todos los niños del mundo. Algunas se deslizan el pañuelo hasta la coronilla y se remangan el chador para jugar. Y a uno se le escapa una sonrisa.
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